Bienvenidos/as a la Unidad 1: «Imágenes sociales de los niños, niñas y adolescentes» del MOOC 3 «Prevención y atención de factores de riesgo en niñas, niños y adolescentes». Puedes descargar la guía de la unidad aquí, la actividad 1 aquí y la autoevaluación aquí. También puedes acceder al sílabo del MOOC 3 aquí.
Este curso MOOC ha sido creado por la Universidad Antonio Ruiz de Montoya en alianza con el Programa Horizontes de UNESCO Perú.
Esta Unidad está organizada de la siguiente manera:
Competencias
Conoce y comprende las características de todos sus estudiantes y sus contextos, los contenidos disciplinares que enseña, los enfoques y procesos pedagógicos, con el propósito de promover capacidades de alto nivel y su formación integral.
Desempeños
- Demuestra conocimiento y comprensión de las características individuales, socioculturales y evolutivas de los niños, niñas y adolescentes y de sus necesidades especiales.
- Muestra apertura y capacidad reflexiva para cuestionar concepciones adultocéntricas respecto a las identidades y culturas adolescentes.
Producto
Respuestas a breve cuestionario sobre la propia construcción identitaria durante la adolescencia.
Al desarrollar la Unidad n°1 vamos a:
- Reflexionar y analizar cómo las expectativas, proyecciones e ideas que compartimos socialmente sobre la infancia, niñez y adolescencia tienen un efecto en la construcción identitaria de los niños, las niñas y los/as adolescentes con quienes nos relacionamos.
- Reconocer los aportes de la neurociencia en la comprensión de la necesidad de colaborar como adultos/as significativos en la construcción de la resilencia de los niños, niñas y adolescentes, ingrediente clave para la protección y prevención de riesgos sociales.
- Te pondrás en contacto con tu propia historia como niños, niña o adolescente y el efecto que tuvo en nosotros/as las expectativas de los adultos/as significativos.
Miradas sobre la infancia
Amalia Creus y Laura Domingo
La perspectiva de los maestros
A lo largo de los años que llevamos investigando en el ámbito de la educación hemos tenido el privilegio de compartir nuestro trabajo con educadores de diferentes contextos y niveles educativos. Personas que han colaborado con nuestros estudios explicándonos sus preocupaciones, sus trayectorias vitales y sus modos de aprender, ayudándonos así a desarrollar un valioso cuerpo de conocimiento sobre los procesos de construcción de su identidad profesional. Es tomando como base ese saber compartido, que ahora nos proponemos reflexionar sobre algo que emerge con fuerza y recurrencia en las palabras y los gestos de los maestros y maestras con quienes hemos investigado: su relación con la infancia, como aquello que da sentido a su quehacer docente. O, más específicamente, como el centro de gravedad en torno al que se despliega su práctica educativa.
El vínculo con la infancia suele constituir un elemento clave, en los relatos profesionales de los docentes que hemos entrevistado. Está presente, por ejemplo, cuando nos explican su decisión de hacerse maestros o cuando nos hablan sobre la determinación de seguir adelante en momentos difíciles. Una relación a la que hacen referencia poniendo énfasis en la importancia del afecto y la necesidad de cuidado: “Saber si está contento, si es feliz, si viene al cole tranquilo, si se siente protegido y querido”, son frases recurrentes en las entrevistas y grupos de discusión que nos remiten directamente a la herencia romántica, encauzada hacia una imagen de la infancia, inocente y desprotegida. Por ello, no resulta una casualidad que algunas de las respuestas más repetidas, cuando preguntamos a los maestros sobre los motivos de su elección profesional sean: “Soy maestra porque me gustan los niños”, o bien “porque estar con niños me hace sentir bien”. Comentarios que pueden transitar en los límites del narcisismo: “Los niños me llenan mu- cho, al ser pequeñitos, también son muy cariñosos. Eres para ellos su Dios, y todo es lo que digas tú”.
Con esta mediación afectiva y esta mirada a la infancia como período de inocencia convive, sin embargo, la necesidad de control. Algunos educadores nos hablan, no sin cierta incomodidad, de la importancia de transmitir valores, de establecer límites, de su miedo a perder la autoridad. Un discurso que parece estar ganando fuerza, ante el desconcierto que provocan los cambios sociales y culturales propios de la postmodernidad, entre los que presencian la quiebra del estado de bienestar y la necesidad de resituar su papel como educadores en una sociedad que ya no se explica ni se traduce en los referentes modernos de escuela, educación o familia.
Desde esa doble perspectiva –entre el afecto y el control– la tarea de educar emerge en los relatos de los maestros como algo que se aprende en la relación, en el contacto diario, en el “estar y hablar con los niños”. En un cuerpo a cuerpo desde el que van construyendo puentes de relación que tienen más que ver con la intuición y con lo emocional que con la aplicación de metodologías o contenidos curriculares: “Sentir que te necesitan”, “esa confianza, que te piden, te cuentan, te dicen sin ningún problema porque son niños y no tienen vergüenza”. Pero que también genera incertidumbre, que emerge cuando ese ideal se rompe, cuando aparece el niño difícil, cuando “te tienes que poner autoritario”, y enfrentarse a “niños consentidos”, “familias que no ayudan”, cuando hace falta entrar en clase “con la escopeta cargada” y mostrar que “hay normas y que tú tienes que hacer que se cumplan”.
Tiempos de desconcierto
De la misma manera que el mundo que los rodea, los niños de hoy se mueven, más que nunca, a un ritmo frenético. En ese contexto, la educación de los más jóvenes resulta un terreno minado de dudas: ¿Cuándo es adecuado vigilar a los niños y cuándo es mejor apartarse?, ¿cuánta libertad necesitan y para qué? Para muchos expertos en el tema, los niños son hoy objeto de mayor preocupación e intervención por parte de los adultos que en cualquier otro momento de la historia.
Frank Furedi, en Paranoid Parenting, afirma que la distancia media que se les permite a los niños británicos alejarse de casa ha descendido en casi un 90% desde los años setenta del siglo pasado. La tecnología posibilita, además, vigilarlos como nunca: los teléfonos móviles se transforman cada vez más en mecanismos de seguimiento, y los jardines de infancia y las guarderías instalan cámaras web para que los padres puedan obtener imágenes de sus retoños, en tiempo real, desde cualquier par- te del mundo. Mientras tanto, diversos estudios alertan de que las nuevas generaciones carecen de competencias de socialización, y están perdiendo habilidades fundamentales requeridas para una conversación cara a cara, como la paciencia o la capacidad de gestionar emociones.
La desconexión con los padres es, asimismo, otro de los síntomas que padece la escuela. Algo que parece ganar cada vez más resonancia en un contexto de crisis económica y estructural generalizada, y que muchos maestros viven como un foco de tensión y malestar. El empobrecimiento de las familias –advierten– está teniendo consecuencias directas sobre la infancia. Nos explican que, actualmente, para muchos alumnos, la escuela ha pasado a ser un espacio “confortable” y “seguro”, un lugar donde se encuentran protegidos, donde se alimentan, y donde pueden llegar a encontrar un ambiente de convivencia y respeto, muy diferente de la realidad que viven en sus casas. Será por todo ello que está ganan- do cada vez más amplitud un discurso sonoro sobre la adolescencia prematura, o bien la desaparición de la infancia. El niño inocente es ahora un niño que sabe, que se mueve, que responde, que no obedece. Una percepción que se encuentra atravesada por una doble expectativa: son niños que hay que educar, cuidar, proteger y controlar. Pero que también necesitan ser disciplinados, responsables, autónomos, y estar preparados para convivir con la incertidumbre y los cambios constantes. Frente a ese panorama muchos docentes se sienten ante una encrucijada ¿Dónde situarse entre el control y el afecto?
¿Cómo establecer los límites entre el consentimiento y el cuidado?
A modo de conclusión
Hacernos preguntas como estas nos coloca en la incertidumbre en relación con la infancia. La incertidumbre, con todo, puede abrir espacios de debate. Puede ayudarnos, por ejemplo, a entender mejor ciertas prácticas docentes que hoy vivimos como naturales, pero que, en realidad, provienen de tradiciones discursivas que han emergido en momentos determinados de nuestra historia social. Estas tradiciones siguen llevando a muchos maestros a encontrar su principal motivación o atracción por la enseñanza, en una visión romántica de la infancia, lo que conecta con lo que algunos autores llaman una infancia colonizada: sujeta a las disposiciones de diferentes agentes sociales (como pueden ser las instituciones educativas, las familias o las empresas) y carente de espacios en los que construirse como autora de sus propias representaciones.
Con este artículo hemos querido compartir algunas reflexiones sobre cómo los docentes están experimentando y dando sentido a los encuentros, desencuentros, tensiones y emociones que brinda la escuela en tanto que espacio complejo de socialización. Confiamos en que prestar atención a nuestros modos de mirar la infancia puede ser un buen punto de partida para la construcción de un nuevo diálogo educativo. Un diálogo en el que entren en juego la emoción, la intersubjetividad, la seducción y la utopía, pero que también proporcione herramientas para una comprensión crítica del lugar que ocupa la infancia en el entramado de la cultura.
Fuente: Cuadernos de Pedagogía, Nº 436, Sec- ción Monográfico, Julio 2013
Datos de interés
Francesco Tonucci es un educador italiano que ha centrado su trabajo en la defensa de la cultura de las infancias. En palabras de Alicia Halperin “Tonucci señala que a menudo olvidamos cómo fue nuestra propia infancia –qué sentíamos, qué pensábamos y cómo era el medio social en el que crecimos–, y, a consecuencia de este olvido y en aras de vivir cómodamente en una sociedad vertiginosa, ofrecemos a los pequeños una vida solitaria, encerrados en casas seguras llenas de objetos, con agendas repletas de actividades… pero con dificultad para elegir amigos, para descubrir la realidad que los rodea y para salir solos a la calle. Y exigiéndoles que piensen y se comporten como adul- tos. En este sentido plantea la necesidad de considerar a los niños por lo que son, y no por lo que serán en el futuro. Nos insta a valorar la cultura de la infancia, sus sentimientos profundos y explosivos, y su potencial revolucionario, y a comprender que los niños necesitan transgredir, tanto como ser escuchados y apoyados.”
¿Cómo lograrlo en el contexto de una pandemia mundial que nos obliga a cuidarnos sin salir de casa?
Espero que los niños puedan mostrarnos con la fuerza de este encierro cuánto necesitan más autonomía y libertad. Es muy interesante cómo están reaccionando ellos. Durante los primeros días de confinamiento, envié un vídeo a nuestras ciudades de la red internacional de la ciudad de los niños animando a convocar los consejos para pedir su opinión y dar consejos a los alcaldes; me parecía un poco paradójico que todo el mundo pedía a los psicólogos consejos para los padres y a los pedagogos para los maestros y nadie pensaba en ellos. Los niños sienten mucho la falta de la escuela, es decir, no de los profesores y los pupitres sino la falta de los compañeros. La escuela era el lugar donde los niños podían encontrarse con otros niños. La otra experiencia en la que pude comprobar que la escuela era muy deseada para los niños fue cuando están en el hospital.
Francesco Tonucci.
Hoy que la escuela se hace en familia, en casa, propongo que la casa se considere como un laboratorio donde descubrir cosas y los padres sean colaboradores de los maestros. Por ejemplo, cómo funciona una lavadora, tender la ropa, planchar, aprender a coser… La cocina, por ejemplo, es un taller de ciencia. Los niños deben aprender a cocinar. El maestro puede proponer que los alumnos cocinen un plato con su salsa y escriban la receta. Así estamos haciendo física, química, literatura y se puedo montar un libro virtual de recetas. Otra experiencia que me pare- ce importante es que los niños hagan vídeos de su experiencia en casa.
Francesco Tonucci.
Imagen social de la adolescencia
A manera de pequeña introducción:
La imagen social que existe de la adolescencia promueve un discurso que tiende a ser devaluante, el cual termina afectando la imagen que los y las adolescentes construyen de sí mismos y por tanto sus propios procesos de desarrollo. Esta proyección sobre los y las adolescentes genera un factor de riesgo debido a que propicia bajas expectativas, cerrando puertas y oportunidades para su desarrollo.
Sucede, por ejemplo, que muchos/as adultos/ as consideran que los/as adolescentes no saben nada sobre la vida, que son siempre revoltosos o rebeldes lo que genera a su vez que no confíen en ellos/as, no tomen en cuenta sus iniciativas e ideas, pues gana la concepción que se tiene sobre ellos/as: “hay que decirles qué hacer, porque no tienen idea”.
Sin embargo, la adolescencia es una de las fases de la vida más fascinantes y quizás más complejas: el momento en el que se asumen nuevas responsabilidades y experimentan nuevos niveles de independencia. Las y los adolescentes construyen sus propias nociones y expresiones sobre la propia identidad al poner en práctica o cuestionar valores aprendidos en su primera infancia y a desarrollar habilidades que les permitirán convertirse en adultos/as atentos y responsables. Cuando reciben el apoyo y el aliento de adultos/as significativos en sus vidas, se desarrollan de formas inimaginables, convirtiéndose en miembros plenos de sus familias y comunidades y dispuestos a contribuir. Esto, por supuesto, no son solo “palabras bonitas”, a continuación, daremos algunos sustentos desde la neurociencia para comprender por qué es necesario replantear nuestra forma de comprender e interactuar con los y las adolescentes de nuestras escuelas.
La neurociencia y la toma de decisiones en el adolescente
María del Sol Plaza
La adolescencia es un período de cambios físicos, mentales, familiares y sociales. En efecto, es la etapa de transformación de nuestro cuerpo, nuestra mente, nuestra relación familiar y nuestra integración social. Se presentan variaciones en los estados de ánimo y la exacerbación de la emotividad, ya sea hacia la euforia como hacia la tristeza.
La búsqueda de la independencia por parte del adolescente se presenta como un aspecto normal en su desarrollo, por lo que los adultos no deben verlo como una actitud de pérdida de control. Todo lo contrario, en todo momento el adulto debe ser constante y coherente, estar abierto a la escucha y respetar la identidad independiente de los jóvenes.
Los adolescentes suelen retar la figura de la autoridad; aún más, las luchas por el poder se suscitan cuando el mando está en juego. Tales situaciones pueden llevar a la frustración y la vergüenza, o al resentimiento y el rencor si el joven resulta perdedor de esa disputa. Sin embargo, él reclamará límites permanentemente, ya que son esos límites los que le permiten crecer bajo un marco de seguridad sobre sí mismo. Pero si se habla de impulsividad en la etapa adolescente, sin duda debe hacerse referencia al término resiliencia. Según Ph. D. María Angélica Kotliarenco, con la contribución de Irma Cáceres y Marcelo Fontecilla (1997), la resiliencia es un vocablo de elevado interés social en los últimos años y se define como la capacidad de superar los eventos adversos, causantes de gran estrés emocional, y de sostener un funcionamiento competente a pesar de las condiciones adversas que dichos eventos acarreen. Se entiende, aquí, por adversidad de carácter grave el estrés traumático o crónico causado por circunstancias tales como: una guerra, la muerte de un lazo afectivo, el divorcio de los padres, un abuso sexual, la carencia de hogar, un evento catastrófico, la pobreza crónica o la violencia doméstica, entre otros. En otras palabras, la resiliencia es la capacidad de crecer y desarrollarse como personas sanas y exitosas desde un punto de vista psicológico a pesar de haber nacido y crecido en entornos de alto riesgo.
Vale decir, las personas resilientes son capaces de reponerse ante las adversidades de la vida; las superan y hasta en algunos casos las transforman positivamente. En los últimos años, varios estudios clínicos han probado que, a pesar de haber sufrido situaciones traumáticas durante la infancia o la adolescencia, algunos individuos no presentan trastornos mentales o comportamientos socialmente inadecuados en la adultez, como el consumo de drogas u homicidios dolosos.
Pero, ¿qué es lo que lleva a la persona a sobreponerse ante dichas situaciones para no repetirlas o desencadenar violencia? El Dr. en psicología, Gastón del Río (2015) hace referencia al hecho de que la habilidad para afrontar exitosamente situaciones severamente conflictivas tiene que ver con dos factores principales: los personales; es decir, el temperamento, la inteligencia emocional o el grado de desarrollo del lóbulo cerebral frontal, y los contextuales o provenientes del medio, a saber: la relación familiar, la comunidad educativa , el núcleo de relaciones y la capacidad para discernir la responsabilidad de un he- cho como propia. Además, entre los factores que pueden componer la resiliencia en los jóvenes, el Dr. del Río refiere el optimismo, la empatía, la competencia intelectual, motriz o artística, el auto concepto, la autoestima, los objetivos de vida y el determinismo o la perseverancia para concretarlos. Todo ello tiene relación directa con la tridimensionalidad de la persona en esa edad: como ser biológico, psicológico y espiritual. Así, el aspecto corporal, la salud y los hábitos constituyen su ser biológico.
La dimensión psicológica tiene que ver con una profunda conexión con el área social, las emociones y los pensamientos, y el área espiritual involucra la conciencia, la libertad, su subyacen- te responsabilidad y la esencia del individuo en sí mismo. En este sentido, el Dr. del Río (2015) afirma que las tres dimensiones de la persona se ven directa o indirectamente ligadas al auto concepto del adolescente, definido como las conscientes cogniciones de él mismo. Si ese auto concepto es negativo, muy posiblemente caiga en violencia verbal o física, al encontrar desvalorizada toda conducta que emane de sí y sentir gran frustración personal. Pero el efecto de una conducta resiliente es una mayor autoestima, resultado de un elevado auto concepto y sentimientos de valoración personal y seguridad.
Por lo tanto, si se parte de la mirada integral de la persona en la mencionada etapa con el fin de desarrollar sus recursos naturales en busca de estrategias para moldear su pensamiento positivamente, es indispensable recurrir al disparador de su emocionalidad, a sus experiencias y a su auto concepto. Si un adolescente siente que su vida realmente tiene un sentido trascendente proyectado a los demás, y logra sentirse realizado con él mismo, será resiliente ante la adversidad. Por el contrario, quien creció en un entorno de culpa, castigo, desarraigo y amoralidad, probable- mente proyecte su vida con similares anti valores (Garmezy, 1993). Por ello, y en seguimiento a los conceptos del Dr. del Río (2015), en una situación de estrés o de decisión intervienen tres factores: el temperamento del individuo, la cohesión y el cariño familiar y la presencia de un apoyo social externo.
Es posible deducir, entonces, que de esos tres factores se desprenderán distintas características del joven que estarán vinculadas a su auto concepto y autoestima, y por ende, a su accionar. Dichas características incluyen sus habilidades cognitivas y atencionales, sus competencias y méritos, su capacidad de controlar los impulsos, su perspectiva de vida, la calidad de su crianza y la calidad de su lugar de vivienda, así como la de sus servicios de salud y sociales.
Por todo lo expuesto, desarrollar habilidades resilientes en los adolescentes favorecerá los procesos adaptativos para permitirles integrarse en el mundo adulto. La institución educativa constituye un apoyo social externo por excelencia. Es indispensable que el personal docente, no docente y directivo cuente con las herramientas y la capacitación necesarias para afrontar la conducta del adolescente sin tomarla a la ligera. Dado que él desafiará la autoridad reiteradamente, mantener líneas de comunicación abiertas y límites claros o negociables puede ayudar a reducir conflictos mayores.
En el orden de las ideas anteriores, es factible afirmar que la mejor promoción de una acción radica en tratar de encontrar lo rescatable de la persona, enaltecerlo y valorarlo. Toda conducta no deseada puede modificarse con esfuerzo, voluntad y el apoyo del entorno. Si se estigmatiza a quien presenta indicios de conductas inadecuadas o decisiones equivocadas como un caso al cual sólo amerita adjudicarle una sanción, peligrará la integridad de la persona, quien sentirá que no es importante para los demás y que, por ende, no vale la pena esforzarse por cambiar.
Datos de interés
Sobre la adolescencia, el rol de las familias y de los/as educadores:
Todas las etapas evolutivas son determinantes en el desarrollo de una persona, pero la adolescencia es un momento con grandes cambios asociados a la transición hacia la edad adulta. El adolescente se enfrenta a la definición de su identidad, a la consoli- dación de cambios cognitivos como el pensamiento abstracto y, con frecuencia, al desarrollo de un siste- ma de valores propio, lo que consolida una visión de la adolescencia como algo conflictivo y traumático. Los adolescentes sufren todos estos cambios al mis- mo tiempo que anhelan una mayor independencia del contexto familiar y un papel más decisivo en el grupo de iguales. Esta visión generalizada de pa- dres, educadores y sociedad constituye el principal obstáculo para establecer relaciones positivas a partir de las cuales permitir el desarrollo de las po- tencialidades de los adolescentes. Frente a esta vi- sión, surgen estudios que adoptan una perspectiva más positiva sobre el desarrollo de los adolescentes, no como fuente de problemas, sino como un valioso recurso, iniciándose el diálogo y la negociación con sus padres con el objeto de ejercer una mayor auto- nomía y control de su propia vida (Grotevant y Coo- per, 1985).
María Ángeles Hernández Prado.
¿Qué recomendara las familias?
El tránsito por esta etapa- la adolescencia- se encuentra facilitado por la red social de apoyos de los y las adolescentes. La familia es un factor protector determinante, presentándose como apoyo in- condicional, propulsor de unidad y dando soluciones en situaciones difíciles. De ahí que el estilo de vida familiar, los modelos de comunicación paterno-filial, la vinculación emocional entre los miembros, así como el acuerdo en temas educativos, se muestran como factores asociados a estilos saludables. En consonancia, tanto padres como educadores deben invertir su tiempo y esfuerzo no tanto en la prevención de problemas, sino en el desarrollo de las potencialidades positivas de nuestros jóvenes, recurriendo al diálogo narrativo y experiencial como herramienta. El nuevo reto es apoyar y ayudar a los jóvenes en su educación, y así controlar y motivar sus potencialidades para su crecimiento, concibiendo la educación como un proceso humanizador y civilizador por excelencia.
María Ángeles Hernández Prado
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