En el contexto de la educación superior en Perú, el concepto de privilegio resulta clave para entender las desigualdades estructurales que afectan a los estudiantes. En 1940, solo el 1,0% de la población de 15 años o más tenía acceso a educación superior, pero para 2005 esta cifra aumentó al 25,0% (Díaz, 2008 en Benavides & Etesse, 2012). Según el Censo Nacional de 2007, el 31,1% de la población alcanzó educación superior, y en 2017 esta proporción creció al 34,0%. Sin embargo, al desagregar los datos por área de residencia, se observa que en 2017 el 39,9% de la población urbana tenía educación superior, con un 40,4% en Lima Metropolitana; mientras que en las zonas rurales esta cifra fue solo del 9,3% (Instituto Nacional de Estadística e Informática [INEI], 2018). Este es solo uno de los muchos ejemplos que se desarrollarán a lo largo de esta investigación para mostrar cómo diversos sectores, como las comunidades rurales e indígenas, están relegados en el acceso a la educación superior (Pasquier-Doumer, 2002, en Benavides y Etesse, 2012).

Mientras algunos acceden a la universidad o al instituto con relativa facilidad, otros enfrentan barreras económicas, sociales y culturales que complican su ingreso y permanencia en el sistema educativo. Para estudiantes de contextos vulnerables, continuar educándose en lugar de entrar al mercado laboral implica un costo de oportunidad significativo, y en un entorno de alta desigualdad como el peruano, las familias deciden si continuar en el sistema educativo evaluando su conveniencia, influenciados por sus recursos económicos y culturales. Para muchas familias de bajos ingresos, los costos superan los beneficios, dificultando la continuidad de sus estudios (Benavides y Etesse, 2012). Así, las posibilidades de movilidad social para las mujeres se ven reducidas según acumulan características asociadas con su género, cayendo en estereotipos que afectan su valoración dentro y fuera del entorno educativo (Zevallos, 2012). Así, la educación superior, lejos de ser un factor que iguale oportunidades, perpetúa un ciclo de desigualdades.

Además de estos obstáculos, las prácticas pedagógicas y las expectativas académicas suelen estar alineadas con las experiencias y conocimientos de los estudiantes que provienen de contextos más privilegiados. Esto refuerza las brechas preexistentes, ya que aquellos que no comparten ese capital cultural encuentran dificultades adicionales para adaptarse al entorno universitario. De esta forma, el sistema educativo refleja y amplifica las jerarquías sociales, generando un escenario en el que la exclusión y el privilegio coexisten, afectando profundamente las trayectorias académicas y las oportunidades futuras de los estudiantes.

Sobre privilegio

El crecimiento del sistema universitario peruano a partir de 1996 fue impulsado por la liberalización del mercado educativo, que permitió el lucro en las universidades para atraer inversión privada y expandir la oferta educativa. Aunque la intención era ampliar la cobertura y democratizar el acceso, el resultado fue un crecimiento descontrolado de instituciones con escasa regulación de calidad. Esto afectó negativamente a los sectores más pobres, incumpliendo la promesa de movilidad social que la educación debería ofrecer, y contribuyó a la creación de un privilegio tácito a las clases altas, que acceden a un nivel educativo superior en comparación con los que carecen de recursos. A su vez, ello acarreó consecuencias para la calidad educativa: las universidades peruanas no destacan en rankings internacionales, la investigación es limitada, y el nivel académico del profesorado es bajo. Además, la empleabilidad de los egresados sigue siendo un desafío, con un aumento significativo en el subempleo profesional (Cuenca, 2015).

En este contexto, la inequidad en el acceso a la educación superior va más allá de la falta de calidad y se refleja también en la percepción social de quién “merece” o “puede permitirse” estudiar. El privilegio se manifiesta en detalles cotidianos, como la capacidad de estudiar sin preocuparse por los gastos del transporte o materiales, y el acceso a tecnologías que facilitan el aprendizaje, situaciones que muchos estudiantes dan por sentadas. El panorama se vuelve aún más complejo cuando el sistema educativo, centrado en métricas de éxito académico y rendimiento económico, no visibiliza las dificultades que enfrentan los estudiantes de entornos vulnerables, perpetuando la exclusión en lugar de ofrecer una verdadera oportunidad de inclusión y desarrollo.

Además, las expectativas familiares y sociales añaden una presión adicional sobre estos estudiantes, quienes no solo deben cumplir con las exigencias académicas, sino también con el peso de ser “la esperanza” para sus familias. Esta carga, que puede ser tanto una motivación como una fuente de estrés, convierte el proceso educativo en algo mucho más complejo. En ese sentido, la educación superior no solo es un espacio de formación técnica, sino que se entrelaza con las aspiraciones personales y familiares, aumentando el coste de oportunidad para quienes deben sacrificar ingresos inmediatos, tiempo y energía para una promesa de futuro incierta.

A nivel estructural, las diferencias regionales y socioeconómicas limitan el acceso y la permanencia en las instituciones educativas, reservando en la práctica la educación superior para quienes tienen los recursos necesarios para superar las barreras impuestas por el sistema. Así, la educación es sinónimo de progreso (Villacorta, 2012) y encarna las aspiraciones de movilización social por parte de sectores “pujantes” que se esfuerzan por invertir en “mejor” educación para sus hijos e hijas porque a través de esta se convirtieron en profesionales, a diferencia de sus padres (Román & Ramírez, 2018).

Sin embargo, en la práctica, culminar la educación superior sigue siendo una ventaja que solo está al alcance de quienes tienen los medios económicos para superar las barreras impuestas por el sistema. Este acceso desigual está vinculado a una cultura de privilegios que, a su vez, perpetúa las desigualdades estructurales. De esta manera, las personas con acceso a mayores recursos económicos, sociales y culturales tienen mayores probabilidades de ingresar y completar su formación universitaria, lo que refuerza la exclusión social y consolida las dinámicas de inequidad (Luna, 2019). De hecho, Benavides y Etesse (2012) desarrollaron una investigación para analizar dinámicas de desigualdad al comparar trayectorias educacionales de padres e hijos, tratando de identificar si los logros de estos últimos dependen de la experiencia educativa de sus progenitores. Una de las conclusiones a las que se llegó es que las probabilidades de que un hijo o hija no tenga educación superior si alguno de tus padres sí la ha tenido son prácticamente inexistentes; de igual manera, si el padre o madre no tiene educación, la probabilidad de que alguien alcance educación superior es prácticamente nula.

Por otro lado, la cultura utilitarista que predomina en los sistemas educativos prioriza los beneficios económicos de la educación, lo que favorece a quienes ya cuentan con acceso a recursos y oportunidades. Este enfoque refuerza la visión de la educación como mecanismo de reproducción de privilegios en lugar de una herramienta para la equidad social. Una investigación con estudiantes de la Universidad de San Cristóbal de Huamanga el 2009 realizada por Villacorta (2012), arroja que, en promedio, les tomó cuatro exámenes para alcanzar el puntaje necesario para ingresar a la universidad. Asimismo, estos no eran necesariamente consecutivos por barreras económicas (lograr pagar sus academias preuniversitarias o costear su traslado a la ciudad) o de idioma.

Sin embargo, los privilegios no se limitan a aspectos económicos, sino que también incluyen factores sociales y culturales que influyen en el acceso, la permanencia y los beneficios obtenidos de la educación. En la educación pública —incluso en la privada, considerando algunos matices—, el privilegio puede manifestarse en la capacidad de algunos estudiantes para dedicar tiempo completo a sus estudios sin presionarlos, lo que representa una ventaja significativa frente a quienes deben equilibrar el trabajo y los estudios.

El costo de oportunidad de asistir a la universidad o institutos de educación superior para los sectores menos privilegiados no se limita a la pérdida de ingresos inmediatos, sino que también implica el sacrificio de tiempo, energía y posibles oportunidades futuras. Herrero y Jaime (2022) señalan que el acceso económico a la educación superior está estrechamente relacionado con los ingresos familiares, y que un aumento en estos puede facilitar el acceso a becas y créditos, mejorando las oportunidades laborales. Sin embargo, la deserción escolar sigue siendo un problema persistente, influenciado por factores como la movilidad social, la etnicidad y el género. Esto pone de relieve la necesidad de adoptar un enfoque más integral que no solo amplíe el acceso a la educación, sino que también considere las barreras estructurales que enfrentan los estudiantes más vulnerables.

En cuanto a las mujeres, son uno de los grupos sociales más excluidos, enfrentando una «discriminación acumulada» que se intensifica combinando con la pertenencia étnica, el estado civil o el rol familiar, especialmente para mujeres indígenas, madres solteras y jefas de hogar (Zevallos, 2012). Esta discriminación se manifiesta particularmente en el acceso a la educación, donde las mujeres indígenas encuentran barreras más pronunciadas en comparación con las no indígenas y los hombres. Según Stewart (2008, en Cuenca y Reátegui, 2018), estas desigualdades son «horizontales», es decir, ocurren entre grupos culturalmente definidos y reflejan cómo la identidad cultural condiciona las oportunidades educativas. En este contexto, la falta de acceso a la educación superior no solo limita las posibilidades de desarrollo personal, sino que refuerza la subordinación de las mujeres dentro de sus familias, perpetuando relaciones jerárquicas desiguales (Manarelli, 2013, en Cuenca y Reátegui, 2018).

En ese marco, el Censo Nacional de 2017 muestra que el 51,5% de la población autoidentificada como indígena son mujeres (INEI, 2018), para quienes la educación constituye una herramienta fundamental para resistir y contrarrestar las desigualdades de género (Cuenca & Reátegui, 2018). Ahora bien, a pesar de algunos avances, las mujeres indígenas siguen siendo el grupo con menor acceso a la educación (mínimo seis años de escolaridad) en comparación con mujeres no indígenas y con hombres, tanto indígenas como no indígenas. Las diferencias educativas no solo responden a factores étnicos, sino también a la condición de pobreza y el área de residencia. En efecto, al modelar la relación entre las variables de etnicidad, pobreza y ruralidad, se observa que, a mayor grado de estas, menor es el nivel educativo alcanzado por las mujeres. De todas formas, entre estos factores, la ruralidad es la que mejor explica las brechas educativas entre mujeres indígenas y no indígenas, seguida por la pobreza (Cuenca & Reátegui, 2018). Así, las desigualdades entre mujeres indígenas y no indígenas revelan una realidad compleja en la que múltiples factores interactúan para agravar la exclusión social y limitar sus oportunidades educativas.

Sobre capital económico, cultural y social

Aumentar el acceso a la educación superior no solo contribuye a reducir las desigualdades sociales y económicas, sino que también abre la puerta para que grupos históricamente marginados accedan a mejores oportunidades y recursos. Además, la educación superior es un componente esencial para el crecimiento económico y el desarrollo social, ya que contribuye directamente a mejorar la calidad de vida de las personas, reflejándose en indicadores como el Índice de Desarrollo Humano (IDH). Sin embargo, es necesario reconocer que, para muchos estudiantes de sectores menos privilegiados, el simple acceso no es suficiente si no se les proporcionan los apoyos necesarios para superar las barreras que van más allá de lo económico, como las expectativas familiares, las cargas laborales y las limitaciones culturales.

El capital cultural y social juega un rol clave en este contexto. El capital cultural heredado (Bourdieu & Passeron, 2009), referido al conjunto de conocimientos, habilidades y formas de comportarse adquiridos a través de la familia, refuerza las desigualdades en el acceso a la educación. Según Bourdieu y Passeron, (2009), los estudiantes provenientes de clases sociales altas tienen una mayor familiaridad con los códigos culturales dominantes, lo que incrementa sus probabilidades de éxito académico. Esto perpetúa las jerarquías sociales, reforzando la estructura de clases en lugar de mitigarlas.  Al respecto,

El sistema educativo, bajo la apariencia de meritocracia, actúa como un mecanismo que favorece la reproducción de las diferencias de clase, al asignar el capital educativo de manera desigual según el origen socioeconómico de los estudiantes (Tsui, 2003). Este proceso se manifiesta de diversas maneras, comenzando con el desarrollo desigual de las habilidades de pensamiento crítico. Tsui (2003) sostiene que las instituciones de distinta selectividad ofrecen niveles desiguales de apoyo y oportunidades para desarrollar estas habilidades, que son altamente valoradas en el sistema educativo. Los estudiantes de entornos privilegiados suelen tener un mejor acceso a recursos que potencian estas habilidades, mientras que aquellos provenientes de contextos menos favorecidos enfrentan desventajas significativas en este aspecto.

En ese sentido, de acuerdo con Román y Ramírez (2018), existe un componente racional en el mito de la educación, a través del cual los padres y madres de familia de sectores emergentes optan por seleccionar centros educativos que equilibren el prestigio, el costo y la infraestructura, ya que, si es costoso “es porque debe ser bueno y, por ende, debe asegurar algunos mínimos” (p.55).  Esta idea partiría del imaginario en el cual ellos no invierten en algo más costoso solo porque sea necesariamente mejor, sino porque los diferencia de las clases inferiores y, al mismo tiempo, los acerca a las clases superiores accediendo a un estatus al que, sin esto no lograrían.

En esa misma línea, Tsui demostró una correlación positiva entre el nivel socioeconómico y la selectividad de las instituciones a las que asisten los estudiantes. Aquellos de familias con mayores recursos tienen más probabilidades de asistir a instituciones selectivas, que ofrecen ventajas educativas más amplias, como mejor personal docente, mayores recursos y mejores oportunidades de networking (Tsui, 2003). Esta disparidad en el acceso genera resultados desiguales en términos de logros educativos y futuras oportunidades laborales.

Por otra parte, el capital social, definido por Coleman (Vargas, 2002) como el valor que las relaciones sociales aportan a los actores para alcanzar sus objetivos, es otro recurso fundamental que influye en el éxito educativo. Asimismo, para Vargas (2002), en contextos de pobreza, el capital social puede sustituir al capital físico y financiero, que a menudo escasea. En estas situaciones, las redes sociales y la cooperación entre los miembros de la comunidad permiten superar barreras económicas, ofreciendo alternativas para mejorar las condiciones de vida. Estas funciones del capital social subrayan su importancia tanto en el desarrollo económico como en la cohesión y bienestar de las comunidades.

Ahora bien, se destaca la relación entre el capital social y la educación, señalando que este recurso tiene un impacto notable en el logro escolar de los jóvenes. Tanto el capital social dentro de la familia como el que existe fuera de ella influyen en el rendimiento académico. La conexión entre el nivel educativo de los padres y el éxito escolar de sus hijos se ve mediada por el tiempo que los padres dedican a apoyar a sus hijos con las tareas escolares y por las interacciones que mantienen con otros actores del entorno educativo, como maestros y padres de otros estudiantes. Estas relaciones fortalecen la red de apoyo necesaria para el progreso académico (Vargas, 2002).

Otro aspecto relevante es la capacidad del capital social para reducir la deserción escolar. Según la investigación de Coleman (Vargas, 2002), los estudiantes que están rodeados de redes de apoyo y confianza dentro de su comunidad educativa tienen menos probabilidades de abandonar el sistema educativo. Esto sugiere que la calidad de las relaciones sociales y el compromiso colectivo desempeñan un papel crucial en mantener a los jóvenes dentro del sistema escolar.

Sobre calidad educativa y prácticas pedagógicas excluyentes

La calidad educativa es un objetivo fundamental de las instituciones universitarias, donde la educación técnica debe alinearse con los estándares de calidad para garantizar una formación integral que responda a las necesidades del mercado laboral (Ruiz & Briceño, 2020). El incremento de la población estudiantil frente al número limitado de vacantes ha impulsado la masificación de instituciones privadas, que responderían a la creciente demanda de educación superior. Sin embargo, este hacinamiento educativo sería el símbolo de la decadencia del aprendizaje y de la calidad que se esperaría de dicha etapa formativa (Gautier, 2012). Por ello, resulta fundamental que la educación superior prepare a los estudiantes para los desafíos de la vida social y contribuya a una sociedad democrática, comprendiendo las bases sociales y científicas del trabajo.

Con base en lo mencionado respecto a capitales y privilegio, se puede deducir que el acceso a una educación de calidad está relacionado con el contexto socioeconómico de los estudiantes. Según Ruiz y Briceño, (2020) quienes provienen de sectores más privilegiados suelen acceder a instituciones de mayor prestigio y mejores recursos, mientras que los estudiantes de áreas vulnerables enfrentan limitaciones significativas en infraestructura, acceso a tecnologías y formación docente. Esta desigualdad estructural perpetúa el ciclo de pobreza y exclusión, limitando las oportunidades de movilidad social a través de la educación. Es así como las elecciones de distintos sectores trascienden a la calidad que pueden o no ofrecerles distintas instituciones educativas, sino que se enfocan en invertir en instituciones que puedan diferenciar a sus hijos e hijas de otros grupos sociales. En palabras de Román y Ramírez (2018, p. 58), este grupo social busca hacer inversión en “´mejor´ educación porque es un mecanismo de superación y movilidad social”.

En ese marco, los docentes juegan un papel crucial en la reproducción o la mitigación de las desigualdades dentro del aula. De la Cruz (2016) y Cervantes (2023), subrayan que, a menudo, los profesores pueden perpetuar estas desigualdades a través de sesgos conscientes o inconscientes que favorecen a ciertos estudiantes en función de sus características socioeconómicas, culturales, o incluso de género. Esto puede manifestarse de varias maneras:

  • Los docentes tienden a tener expectativas más altas para aquellos estudiantes que provienen de familias con mayores recursos o quienes demuestran un dominio cultural más cercano a los estándares establecidos en el sistema educativo. Este fenómeno se ve en el uso del «capital cultural» descrito por Bourdieu (Bourdieu & Passeron, 2009), donde los estudiantes de clase alta muestran mayor familiaridad con los códigos dominantes. En consecuencia, estos estudiantes reciben más apoyo, atención, y reconocimiento por parte de los profesores, lo que refuerza sus oportunidades de éxito académico, dejando a los estudiantes de entornos más vulnerables en desventaja.

  • En muchos casos, los docentes, de manera intencional o no, asignan más tiempo y recursos a los estudiantes que consideran más prometedores o que ya muestran un desempeño superior. Esto crea un ciclo en el que los estudiantes menos favorecidos, que suelen tener más dificultades para adaptarse al sistema, reciben menos apoyo. La falta de personalización en la enseñanza agrava esta situación, ya que los docentes podrían no estar capacitados o no tener el tiempo para identificar las necesidades específicas de cada estudiante y ofrecer un apoyo adecuado a quienes enfrentan barreras adicionales.

  • En muchos casos, los docentes, de manera intencional o no, asignan más tiempo y recursos a los estudiantes que consideran más prometedores o que ya muestran un desempeño superior. Esto crea un ciclo en el que los estudiantes menos favorecidos, que suelen tener más dificultades para adaptarse al sistema, reciben menos apoyo. La falta de personalización en la enseñanza agrava esta situación, ya que los docentes podrían no estar capacitados o no tener el tiempo para identificar las necesidades específicas de cada estudiante y ofrecer un apoyo adecuado a quienes enfrentan barreras adicionales.
  •  Los sistemas de evaluación y calificación a menudo refuerzan las desigualdades preexistentes. Los estudiantes con acceso a más recursos, como tutorías privadas, acceso a tecnologías, o mejores condiciones de estudio en casa, suelen obtener mejores calificaciones. Esto no necesariamente refleja su capacidad o esfuerzo, sino las condiciones privilegiadas en las que se encuentran. Por otro lado, los estudiantes que deben combinar estudio con trabajo, o que carecen de un entorno familiar de apoyo, pueden ser evaluados injustamente, lo que afecta su trayectoria educativa

Asimismo, el favoritismo docente en el aula se ve influenciado por elementos socioculturales que revelan distinciones entre los estudiantes. Un estudio etnográfico del ciclo escolar 2022-2023 muestra que el 51,0% de los alumnos considera que sus maestros a veces tienen preferencias, mientras que el 26,0% opina que siempre las tienen. Estos patrones de preferencia reflejan una intolerancia hacia las diferencias culturales que se normaliza en el entorno educativo. Además, la percepción de discriminación física es menor (16,0%) y, aunque muchos estudiantes no creen que sus docentes los discriminen, un 22,0% reconoce que en ocasiones el aspecto físico puede influir en las interacciones del docente (Cervantes, 2023).

En esa línea, otro punto a resaltar es la desproporcionalidad en la educación y cómo algunas prácticas educativas perpetúan privilegios. Aquí entra a tallar el concepto de “violencia escolar”, el cual no se limita a la violencia física, sino que incluye actos de discriminación, exclusión, y favoritismo por parte de los docentes que afectan negativamente el bienestar emocional y el rendimiento académico de los estudiantes, no solo en las escuelas, sino también en contextos de educación superior. Este tipo de violencia puede ser sutil, pero tiene consecuencias significativas para los estudiantes más vulnerables.

Por un lado, cuando los docentes favorecen a estudiantes que pertenecen a ciertos grupos —ya sea por su origen socioeconómico, su rendimiento académico previo, o incluso su conformidad con las normas culturales o de comportamiento de la clase—, se crea una dinámica de exclusión. Los estudiantes que no cumplen con estos estándares pueden sentirse marginados o menos capaces, lo que contribuye a un ciclo de baja autoestima y peor desempeño académico. Esta situación también puede afectar la percepción de los estudiantes sobre su lugar en el sistema educativo, llevándolos a creer que sus esfuerzos no son suficientes para superar las barreras estructurales que enfrentan.

Además, los docentes pueden ejercer microagresiones contra estudiantes que no encajan en los perfiles tradicionales de “buen estudiante” Esto puede incluir desde comentarios sutiles que desvalorizan sus capacidades, hasta actitudes que refuerzan estereotipos negativos en función del origen étnico, el género, o la condición socioeconómica. Estos actos de violencia simbólica crean un entorno educativo hostil para los estudiantes menos privilegiados y pueden llevarlos a la deserción escolar (Cervantes, 2023).

La violencia escolar ejercida por los docentes tiene un impacto profundo en la salud mental de los estudiantes, particularmente aquellos que ya enfrentan desafíos por su contexto social. Sentirse menospreciados o ignorados en el aula puede generar frustración, desmotivación, y estrés, lo que a su vez afecta su capacidad para concentrarse, participar activamente, y tener éxito académico. En esa línea, se genera una especial jerarquización en las aulas con estudiantes que llegan del campo, quienes reciben burlas en clase por cómo hablan o por ser mujeres; siendo ignorados por sus docentes (Villacorta, 2012). Así, el espacio universitario, en lugar de propiciar un intercambio respetuoso de ideas, genera un sentimiento de “no pertenencia” por parte de estos estudiantes; además, “se constituirá en un arma para construir jerarquías y sentirse superiores por ser universitarios, reproduciendo así las brechas [y] favoreciendo la generación de asimetrías estructurales” (Zavala y Córdova, 2010, en Villacorta, 2012).

Por otro lado, una de las formas más claras en las que esto ocurre es a través de la disciplina desproporcionada que enfrentan los estudiantes marginados, especialmente aquellos de grupos étnicos y raciales minoritarios, como se detalla en la historia de la disciplina escolar en Estados Unidos. Los castigos desproporcionados (por ejemplo, suspensiones y expulsiones) son una práctica común que afecta de manera desigual a estudiantes negros y de otras minorías, perpetuando la exclusión social y académica. Esto se explica como parte de un fenómeno de racismo estructural, donde las políticas disciplinarias y las creencias individuales de los maestros y administradores contribuyen a crear y mantener una jerarquía racial en las escuelas​ (Gage et al., 2022).

En esa línea, las actitudes de los docentes pueden influir por un desajuste cultural entre maestros blancos y estudiantes negros, lo que lleva a sancionar a los estudiantes que no se ajustan a las normas culturales dominantes, favoreciendo a aquellos que provienen de contextos más privilegiados. Esto refleja cómo ciertas dinámicas educativas pueden privilegiar a unos estudiantes sobre otros, basándose en sus características culturales y sociales.

Reflexiones finales y caminos por explorar

El acceso y la permanencia en la educación superior en el Perú están profundamente marcados por el privilegio, donde los estudiantes de sectores más favorecidos tienen mayores posibilidades de éxito debido a su acceso a recursos económicos, capital cultural, género, etnicidad y redes sociales. Este fenómeno sugiere que, aunque la educación se presenta como un mecanismo de movilidad social, el sistema educativo actual tiende a reforzar las desigualdades existentes, al no brindar un apoyo integral a los estudiantes de entornos vulnerables. Las evidencias recopiladas demuestran que la influencia del capital cultural, social y económico en el éxito educativo refleja cómo el sistema perpetúa las jerarquías sociales y limita la movilidad social de los estudiantes menos privilegiados. En este sentido, es fundamental reconocer que el simple acceso a la educación superior no garantiza la equidad en las oportunidades de éxito académico y profesional.

Asimismo, las diferencias en la calidad educativa según el contexto socioeconómico y los sesgos presentes en la actuación de los docentes contribuyen a la exclusión de estudiantes que no se ajustan a las normas y expectativas dominantes. La falta de formación docente en temas de diversidad e inclusión, así como la carencia de recursos didácticos adaptados, son factores que limitan la capacidad de los educadores para atender a un alumnado diverso y vulnerable. Esto sugiere que la formación y la sensibilización del cuerpo docente son elementos cruciales para fomentar un entorno educativo más inclusivo.

Para abordar estas desigualdades, es necesario implementar un enfoque más integral en la política educativa, que considere las barreras estructurales y promueva un acceso equitativo y sostenido a la educación superior. Esto implica la necesidad de desarrollar programas de apoyo académico y emocional para los estudiantes provenientes de contextos vulnerables, así como iniciativas que fortalezcan el capital cultural y social de estos jóvenes, facilitando su integración y éxito en la educación superior. Además, se requiere de políticas que garanticen la calidad educativa en todas las instituciones, independientemente de su ubicación geográfica o del perfil socioeconómico de sus estudiantes.

En síntesis, existe una necesidad urgente de repensar las políticas educativas en el Perú, para que estas no solo se centren en el acceso, sino también en la permanencia y el éxito de todos los estudiantes, especialmente aquellos que enfrentan múltiples desafíos. Futuras investigaciones deberían profundizar en la exploración de estrategias específicas que han demostrado eficacia en la inclusión y el apoyo a estudiantes de entornos vulnerables, así como en el análisis del impacto de las políticas educativas en la movilidad social a largo plazo.

Referencias bibliográficas

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Cuenca, R. (2015). La educación universitaria en el Perú: democracia, expansión y desigualdades. Lima, Instituto de Estudios Peruanos.

Cuenca, R., & Reátegui, L. (2018). Trayectorias desiguales. La educación de las mujeres indígenas en el Perú. En S. Carrillo & R. Cuenca (Eds.), Vidas desiguales: mujeres, relaciones de género y educación en el Perú (1a ed., pp. 199-224). Instituto de Estudios Peruanos. Litho & Arte. (Estudios sobre desigualdad, 11)

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Villacorta, A. (2012).La universidad pública desde la mirada de los estudiantes. En R. Cuenca (Ed.), Educación superior, movilidad social e identidad (pp. 173-196). Instituto de Estudios Peruanos. (Educación y Sociedad, 9)

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Para acceder al artículo completo, haz clic aquí: Más Allá del Aula: Las Barreras Invisibles de la Educación Superior en Perú

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Estudiante de cuarto año de la carrera de Ciencia Política en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y Subcoordinadora General del Núcleo de Estudios de Ciencia Política. Asistente de investigación en el Instituto de Investigación y Políticas Educativas (IIPE) y en consultorías vinculadas con educación básica regular, básica alternativa y superior universitaria y no universitaria. Interés en Gestión Pública, Políticas Educativas y Poblaciones Vulnerables.


Teresa Mariana Mayurí Paca

Estudiante de cuarto año de la carrera de Ciencia Política en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y Subcoordinadora General del Núcleo de Estudios de Ciencia Política. Asistente de investigación en el Instituto de Investigación y Políticas Educativas (IIPE) y en consultorías vinculadas con educación básica regular, básica alternativa y superior universitaria y no universitaria. Interés en Gestión Pública, Políticas Educativas y Poblaciones Vulnerables.

1 comentario

Fernando Paca Palao · 30/10/2024 a las 18:35

Interesante articulo, muy completo, que da una mirada desde varios ángulos, las brechas que se tienen por cerrar en la educación técnico y superior en nuestro país.
Una investigación que trae información interesante revisar y continuar analizando como mejorar los instrumentos de gestión existentes en el país y que ajustes realizar en las estrategias de atención, para cerrar eficientemente esas barreras.
Saludos.
Fernando Paca Palao.

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